Los dominicanos que viven en lugares tan alejados de la ciudad capital de la república, como por ejemplo, Rio Limpio, Culo de Maco, Mano Juan, Bahía de las Águilas, Los Ranchos de Babosico, Las Galeras de Samaná, entre otros lugares apartados, juegan y confían plenamente en las bancas de lotería, que son parte de las 85,000 estaciones de apuestas que existen en todo el país con poco o ningún control oficial, con precarias instalaciones consistentes en un terminal de cómputos en vías de obsolescencia y una señal de Internet lograda a base de habilidades y trucos técnicos para poder dar el servicio y pagar a los agraciados, lográndose un “absoluto control automatizado” del proceso.

Es justo resaltar que no existen quejas acerca del funcionamiento de estos establecimientos que a través de varios años han venido funcionando a plenitud con equipos obsoletos, muchos de ellos consistentes en terminales con monitores monocromáticos descartados en otros países.
La Junta Central Electoral, es un organismo oficial con plenos poderes asignados en el artículo 211 y siguientes de la Constitución de la República, donde se establece que las elecciones “serán organizadas, dirigidas y supervisadas por la Junta Central Electoral y las juntas electorales bajo su dependencia, las cuales tienen la responsabilidad de garantizar la libertad, transparencia, equidad y objetividad de las elecciones”.
Para ejercer las facultades que le confieren esos amplios poderes, la Junta ha logrado manejarse con recursos técnicos de última generación, presupuesto tan amplio como ha sido requerido y el respaldo y la confianza de todos los partidos políticos y su cuerpo de expertos, auditores externos de fama mundial, controles internos absolutos y cientos de cosas más, pero no ha podido salir airosa en la organización de un certamen electoral convincente que haya sido soportado por la automatización de los procesos.
Es un mal momento para analizar las razones del fracaso del 16 de febrero de 2020, pero, existe una maldición que quizás obligue a la JCE a la contratación de un buen exorcista con plenos poderes especiales otorgados por la providencia para llegar al fondo de la misma.